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jueves, 8 de marzo de 2012

LA PALABRA INSPIRADA: Parte III

La analogía del instrumento es quizá la favorita de los Santos Padres. El instrumento es una realidad, una experiencia del homo faber y del homo ludens: fabricante de herramientas y de flautas. En griego instrumento se dice organon, y de ahí salta en nuestras lenguas a designar los «órganos» corporales. Tubalcain, padre de los que forjan el bronce y el hierro, siente el instrumento como prolongación de sus manos, como colaborador necesario y dócil. El instrumento depende del hombre y el hombre depende del instrumento. Una extraña unidad, una prolongación humana, una mediación íntima, son ingredientes de la experiencia. No menos el instrumento musical de Yubal, padre de los que manejan citara y flauta canta y se acompaña. El intérprete maneja el instrumento y está sometido a él: factores de timbre, de tonalidades de expresión están condicionados por el instrumento. Imaginemos al flautista, que ofrece su aliento a la lengüeta y sus dedos a los agujeros graduados de su instrumento. Pues de una manera semejante, el Espíritu mueve a su instrumento humano, para ejecutar su obra de lenguaje. El pone el aliento o pulsa, cada autor humano pone su timbre, su clave, su lenguaje y estilo. La melodía resultante es de ambos: del Espíritu y del inspirado, una e indivisible, perfectamente humana y misteriosamente divina. La analogía de la pluma, de Gregorio Magno, es menos sugestiva. Agustín prefiere la comparación de los órganos corporales, movidos por la cabeza. La analogía es útil para entender algo, pero es limitada: porque, a diferencia del instrumento artesano o musical, el hombre es instrumento consciente y libre en su actividad literaria.

Otra analogía, que ha traído consecuencias nefastas, es el dictado. De niños escribíamos al dictado, para ejercitar la ortografía; al dictado escribe el taquígrafo; Baruc escribía dictado por el profeta Jeremías (Jr 36); se han inventado dictáfonos; se buscan instrumentos electrónicos que conviertan en texto escrito enunciados orales. Los egipcios nos han legado al escriba con el pájaro en el hombro susurrándole al oído las palabras. Así imaginaron algunos, muchos, la acción del Espíritu: el hombre no era autor, sino escribano. Entonces, ¿cómo se explica la variedad de versiones de un hecho, de estilos personales? Porque el Espíritu al dictar se acomodaba al estilo de cada hombre. Es curioso cuánto le ha costado morir a una explicación tan mecánica de la inspiración. Ahora bien, la palabra «dictar» tiene otras derivaciones y significados en la cultura medieval. Del latín dictare se derivan: Diktat, dictador, como imposición autoritaria de una voluntad superior; y Dichten, Dichter, Gedicht = componer poesía, poeta, poema; para facilitar el trabajo a los autores se les ofrecía un ars dictaminis. Aquí cabe la creatividad dentro de una tradición. Podríamos aducir la actividad de la secretaria, que redacta una minuta oral o escrita del jefe, la actividad del ghost writer. En esta pista se nos hace flexible la analogía. A finales del siglo pasado Franzelin propuso y defendió una distinción: el Espíritu Santo sugería las ideas, el autor humano aportaba las palabras. Una distinción totalmente insostenible en términos de lengua y literatura. Decir que Dios da el contenido y el hombre la forma, Dios el pensamiento y el hombre el estilo es una versión de la analogía del dictado que no aclara el problema. Cuando escuchamos la lectura de un texto bíblico, no decimos «idea de Dios» sino «Palabra de Dios».

La tercera analogía es la del mensajero: imagen de gran raigambre bíblica. Los profetas son enviados de Dios, mensajeros, heraldos del Señor; los Apóstoles son enviados de Jesucristo. En una cultura sin teléfono ni comunicaciones rápidas, el mensajero desempeñaba un oficio importantísimo. Existía el mensajero que repetía de memoria el mensaje y lo convalidaba con el texto escrito. Existía también el legado que debía exponer el asunto y desarrollarlo, según instrucciones recibidas y con suficiente flexibilidad. La primera forma se reduce al dictado, la segunda resulta más útil.

La cuarta analogía no es tradicional. Me la brinda el mundo de la creación literaria, especialmente la novela y el teatro. Es la analogía del autor y sus personajes. Leo en un texto de San Justino: «Lo podéis comprobar en vuestros escritores, que siendo uno el que escribe todo, introduce varias personas dialogando». (Apología 1,36). El gran novelista crea personajes auténticos, de los cuales brota el argumento y la acción. Los personajes dependen del autor en su ser, obrar y hablar; el novelista depende de sus personajes, los tiene que respetar. Es sorprendente la personalidad que adquieren algunos de estos personajes de la fantasía, Hamlet, Don Quijote, Ana Karenina, etc. Con cuánta verdad pueden reclamar para sí sus palabras. Que son, a la vez, palabras del escritor. ¿Cómo es posible el desdoblamiento múltiple y la conjunción de autor y personajes en unas palabras? Por un lado, está la riqueza de experiencia humana del gran escritor, además su penetración intuitiva. Sobre todo, la capacidad del artista de convivir con sus personajes, de vivir en ellos, de encarnarse en ellos.

He pronunciado la palabra «encarnarse», y es como un salto metafórico al revés, volviendo a un punto de partida o de referencia. Dios se encarna en palabra humana, como el artista en sus personajes. Pero nuestra analogía, como las otras, tiene sus limites. El personaje dramático, novelesco, sólo existe en su hablar y presencia en la escena o el relato. Es muy distinto mover dentro de la fantasía personajes, que son de lenguaje, que mover a un hombre responsable en su actividad de escritor. Con esto acabamos las analogías y volvemos al misterio de nuestra fe: «que habló por los profetas».

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